A veces la oscuridad más tenebrosa se convierte en el preludio de un nuevo día. Cuando la mente se empeña en mantenerte a ciegas y a la deriva y prisionero en un casino humano que huele más a desvergüenza y a delirios que a cordura, entonces es mejor aflojar las cadenas del miedo y de la terquedad e indagar en esa soledad que te introducirá, si corres con buena suerte, a la realidad más auténtica que existe. Beatriz, sin siquiera ella saberlo, se hallaba prisionera en un juego turbio del destino que la encaminaba hiciera lo que hiciera a un sendero inimaginable para ella en su período lujurioso. Beatriz, psicóloga de profesión, erudita en ardientes lechos dispares, madre fría y silenciosa, una mujer que tal parecía que poseía un témpano de hielo en vez de un corazón ardiente y palpitante de energía, una mujer que no sabía lo que era llorar, mas, en su yo más impenetrable llovía a tempestades porque era una enferma perdida entre dos mundos. Cuando Beatriz se adentró en los confines de las regresiones ni tan siquiera imaginó que se introduciría en un infierno que a su vez resultaría ser el mismo cielo.